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Partidos versus ciudadanos.

La conquista de la democracia como método pacifico para designar a los representantes de los ciudadanos y a los dignatarios del Estado, de tal manera que, aunque sea imperfectamente, se revelen las preferencias de los ciudadanos, ha sido siempre y en todas partes, muy difícil. La historia política de Guatemala es un buen ejemplo. Sin embargo, después de que se depusiera a Lucas García y se regresara al orden constitucional en 1985, se produjo un cambio importante. De hecho, desde las elecciones de los diputados constituyentes dio inicio una cadena de procesos electorales que, según la opinión de propios y ajenos, han sido dignos de encomio. El recién creado Tribunal Supremo Electoral se ganó la credibilidad de la ciudadanía y las sombras del fraude y las manipulaciones prácticamente desaparecieron. Para 2010, un cuarto de siglo después de aquellas primeras elecciones, parecía que Guatemala había conquistado la democracia. ¡Y sus ciudadanos sí que la habían conquistado! Estaba lejos de ser perfecta, pero igualmente lejos de aquellos fraudes sistémicos de épocas pasadas.

Pero -siempre hay un ‘pero’- paralelamente a la conquista ciudadana de la democracia, comenzó otro fenómeno. Aquellos partidos del regreso a la democracia, que sumaban si mucho media docena, y representaban ideologías más definidas, fueron fraccionándose, a veces, y otras, simplemente desapareciendo. En su lugar surgieron otros que, en muchos casos, dejaron atrás las ideologías para enfocarse en la maquinaria electoral. Ya no había ideólogos, sino estrategas, ya no había programas y propuestas, sino “marketing electoral”. Ese proceso también se reflejó en el seno del Congreso; fueron desapareciendo las posiciones ideológicas (no siempre y en todo, pero sí más y más) y practicamente todo se volvió negociable. Los diversos grupos de interés identificaron a sus aliados y sus aliados partidarios identificaron a sus financistas. Pero los ciudadanos siguieron concurriendo a las urnas, siguieron luchando por conquistar la democracia.

En esta ocasión, lo que uno observa es casi inverosímil. Muchos de los propios partidos políticos actúan con tal desprecio por la integridad y credibilidad del proceso electoral que, así pareciera, están dispuestos a que todo se derrumbe con tal de arañar unos cuantos cientos de votos más. Es más, muchos de los que se adhirieron a la acción de amparo que ha mantenido en suspenso el proceso, ni siquiera consiguieron una curul en el Congreso. Practicamente, no representan a nadie a nivel nacional. Y, sin embargo, las más altas instituciones jurídicas del Estado, sin justificación de fondo -puesto que las revisiones no han arrojado ninguna diferencia importante-, han dado cabida a reclamos dignos de mejor causa.

Y de ahí que se viva una encrucijada en la que, al revés de lo que debiera ser, la mayor parte de los partidos políticos se han erigido en el principal obstáculo para esa ansiada conquista de la democracia por los ciudadanos de este país. La democracia representativa, ese elemento clave de los principios republicanos, ha de descansar en partidos políticos que, como intermediarios entre el poder y los ciudadanos, deben constituirse en facilitadores por excelencia del proceso democrático, no solamente con ocasión de las elecciones, sino para formar cuadros, debatir opciones ideológicas, desarrollar programas y proponer la adopción de políticas públicas que, dentro del marco de la Constitución y de lasleyes, lleven a la nación por las sendas de la paz y la prosperidad. En cambio, uno de los lastres de la vida política del país son esos partidos que, al final de cuentas, han derivado en meros negociadores de porciones de poder y de recursos. No son todos, pero sí demasiados.

Eduardo Mayora Alvarado.

Helsinborg 12 de julio de 2023

Publicado enArtículos de PrensaEstadoPolítica

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