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EL DEBATE SOBRE LAS LEYES DE PROTECCIÓN A LA COMPETENCIA

Algunos se preguntan cómo es eso de que haya partidarios del mercado libre que, no obstante, están en contra de las leyes de protección a la competencia y, otros, menos favorables al mercado, están a favor de ese tipo de leyes.

Creo que esto se debe al hecho de que, realmente, a ningún empresario racional le gusta la competencia respecto de sus productos, servicios y clientela.  Por supuesto, si es racional, está a favor de que sus proveedores compitan entre sí por brindarle bienes y servicios de la mayor calidad y al mejor precio posibles, pero, que otros compitan por quitarle sus clientes, a ningún empresario racional le agrada.

Algunos, la mayor parte de los empresarios, se resignan a competir en los mercados de sus productos o servicios y se afanan por encontrar aquellos detalles que los puedan hacer más demandados que sus competidores.  Sin embargo, otros empresarios –una minoría– tratan de encontrar mecanismos para evitar la competencia o, por lo menos, tanta competencia.

Esos empresarios “anticompetitivos”, aquí y en cualquier otra parte del mundo en donde haya libertad de competir, suelen valerse de diversas maniobras para conseguir el propósito de eliminar o disminuir la competencia que enfrentan.  Algunos consiguen que ciertos partidos políticos los apoyen pasando leyes o políticas públicas proteccionistas, subvenciones o exoneraciones de impuestos; otros, tratan de organizar carteles (grupos de pocos competidores coludidos para fijar precios) o que, de alguna manera, el Estado reconozca a esos carteles como válidos.  Una de las fórmulas más comunes es la de conseguir, una vez que se está en el mercado, que el Estado suba las barreras de entrada a los nuevos competidores.

Prácticamente todas esas técnicas reducen el número de competidores en el mercado y ciertas escuelas económicas consideran que la libre competencia solo beneficia a los consumidores cuando hay muchos competidores.  Más específicamente, opinan que un mercado eficiente requiere de cierto número de competidores para que ninguno pueda, por sí solo, manipular los precios o controlar la oferta.  Para otras escuelas económicas, ningún mercado es perfecto y basta con que haya libertad de entrada en igualdad de condiciones (o sin discriminaciones arbitrarias) a todos los mercados.

Para el primer grupo de escuelas de economía hace falta ciertas reglas legales y políticas públicas para evitar que un competidor (o unos pocos) llegue a tener tal tamaño relativo que su “poder de mercado” le permita dictar las condiciones del juego, cargando precios monopolísticos.  Esos competidores “dominantes” deben quedar sujetos a ciertos límites y controles para que la competencia dé sus frutos.

Ahora bien, el número y tamaño de los competidores en cualquier mercado no solamente puede disminuir por maniobras del tipo mencionado anteriormente.  También pueden venir a ser menos porque los más eficientes vayan desplazando a los demás competidores.  De hecho, el premio natural del buen empresario es la “conquista de porciones de mercado”.  ¿Debe una ley de competencia limitar o controlar también ese tipo de situaciones?

Ahí hay más diferencias de opinión todavía.  Para algunos, no hay ningún problema con los monopolios u oligopolios naturales, siempre que exista la amenaza latente de que, si abusan de su posición dominante, reduciendo la oferta, subiendo los precios o bajando la calidad de su productos o servicios (o una combinación de ambas), vendrán otros competidores a quitarles esa posición dominante.  Pero, otros, opinan que no. Que un competidor monopolístico puede recurrir a múltiples maniobras, como hacer un dumping de precios, para impedir que aparezcan nuevos competidores y, por tanto, una autoridad debe actuar para evitarlo con base en una ley de protección a la competencia.

Este tipo de leyes suele limitar en ciertas circunstancias otras prácticas anticompetitivas, como imponer ciertos precios mínimos a las redes de distribuidores de ciertos productos o prohibirles la distribución de otras marcas. Lo mismo ocurre con las fusiones y adquisiciones, es decir, cuando una sociedad mercantil se funciona con otra o adquiere las acciones que la sociedad “objetivo” ha emitido. Estas operaciones pueden dar lugar a concentraciones y, en opinión de algunos, a que en un mercado “relevante” haya menos competidores de los que sería conveniente (o eficiente) pudiendo los dominantes controlar los precios, la oferta o la demanda.

Por último, parte del debate está en torno “al menor de dos males”.  Es decir, ante la realidad evidente de que no hay mercados perfectos, porque son instituciones o procesos humanos, tampoco puede afirmarse que una autoridad de competencia sea infalible.  Una decisión excesivamente restrictiva de una autoridad de competencia puede resultar cara para los consumidores y para la economía de un país.

Tampoco todos los mercados tienen el mismo tamaño y características.  No es lo mismo un mercado de tres millones de consumidores con un ingreso medio de trescientos mil quetzales al año que otro con un ingreso medio de cincuenta mil quetzales anuales.  Para ciertas industrias y actividades productivas hay eso que se denomina “economías de escala”, es decir, la capacidad de una empresa de reducir los costos unitarios y aumentar la rentabilidad a medida que aumenta su producción o tamaño. Así, el número de competidores en ciertas actividades productivas depende del tamaño del mercado.  En el mercado de las telecomunicaciones de los Estados Unidos, por ejemplo, hay cabida para muchos más competidores que en Guatemala.

Que en Guatemala no haya una ley de protección a la competencia vigente no significa que no haya competencia en los diversos mercados de su economía.  Empero, hay ciertos mercados en los que todavía hay prácticas anticompetitivas, barreras altas a la entrada, ciertos niveles de protección o de subsidios o falta de reglas claras para desarrollar opciones competitivas, incluyendo en materia de prestación de servicios públicos como la salud, el transporte, la educación e infraestructuras como puertos, aeropuertos, ferrocarriles, autopistas y otros.  Una cosa es de qué presupuestos salgan los recursos (para sufragar los servicios públicos, por ejemplo), otra muy diferente es qué organizaciones gestionen los servicios o desarrollen las obras. Ojalá que la ley que se debate actualmente en el Congreso abra esos mercados y deje funcionar bien a los que ya son competitivos.

Publicado enArtículos de PrensaJurídicos

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