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1821, un año centroamericano.

Siempre me ha parecido digno de reflexión el hecho de que el antiguo Reino de Guatemala se extendiera, con algunas variaciones, por alrededor de tres siglos desde los confines del Soconusco hasta los confines del Darién, y que, apenas declarada la independencia, esa unidad política y territorial se haya resquebrajado.

¿Qué puede explicar el hecho de que durante doscientos años haya sido imposible restablecer algún tipo de unión? Sobre todo, porque, a todo lo largo de ese período de tiempo, siempre, ha sido más conveniente, por razones políticas y económicas, forjar una unión.

Está claro que cada día que la desunión persiste sale caro a los pueblos de Centroamérica. No niego que el proceso de integración económica de la región haya tenido alguna importancia, pero, realmente, nunca se le ha permitido que extienda las alas.

Contrastan los hechos de que, después de haberse enfrentado en dos guerras mundiales, de haber quedado separados por la cortina de hierro y de vivir la Guerra Fría, los europeos han conseguido, no obstante, forjar una unión entre pueblos tan heterogéneos como los portugueses y los croatas. Por supuesto, hay una cierta cultura básica común y un pasado compartido, pero, realmente, la Unión Europea es un “milagro” de poco más del último medio siglo.

Los factores de la desunión centroamericana son múltiples y han cambiado a lo largo del tiempo; sin embargo, pienso que lo que ha pesado más durante el último medio siglo es un problema clásico de la economía y de los procesos de formulación de políticas públicas. Más concretamente, las personas que actúan en los procesos político y económico hacen cálculos, estimaciones y predicciones sobre cuánto pudieran invertir para asegurar un determinado statu quo que les conviene.

Generalmente, el punto de partida es un mercado en competencia que, después de múltiples iteraciones llega a un cierto punto. En ese punto, hay algunos participantes del mercado que alcanzan una situación de preponderancia. Pero, una de las características de una economía abierta a la libre competencia es que, nunca, nadie puede dormirse en los laureles. Siempre hay alguien que cree que pudiera hacer mejor las cosas y, además, quedarse con las utilidades de quien, en ese punto, es un

competidor preponderante. Así, toda empresa, en un mercado sin barreras, siempre es acechada por otros.

Y, entonces, he ahí el incentivo básico para invertir en la protección del Estado para mantener una posición preponderante, labrando alianzas con agentes de decisión política en el poder. Esto, insisto, no es un fenómeno exclusivamente centroamericano. Los Estados Unidos, los países de Europa, el Brasil, México, etcétera, han vivido idénticos procesos.

Pero, en el caso de Centroamérica, uno de los peligros principales que acechaba a las empresas preponderantes era el de la integración económica. Para un cúmulo significativo de agentes económicos en cada uno de los países del istmo, la perturbación de la situación de preponderancia en la

que ellos se habían situado en su propio mercado provendría de competidores de los otros países. Y, entonces, han invertido en irlo deteniendo. Y no hablo de corrupción, sino del proceso político como es.

Ahora son menos las trabas, las excepciones y las barreras, pero los agentes políticos locales no quieren perder el poder de ser ellos —y no los políticos de una “Bruselas” centroamericana—quienes sigan negociando con las contrapartes económicas. Para mí está claro que, a este paso, entre unos y otros, de aquí al tricentenario, pudieran ser capaces de impedir la unión centroamericana. ¡Qué pena!

Eduardo Mayora Alvarado

Ciudad de Guatemala 19 de septiembre de 2021.

Publicado enArtículos de PrensaEstadoSociedad

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