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Ha sido un error llevar la política fuera de su ámbito

Una de las preguntas clásicas de la teoría política es la de ¿por qué ha de aceptar una persona que otra le dé una orden, le conceda un permiso o le imponga una prohibición? Siendo el caso que, a un nivel esencial todos los seres humanos son fundamentales, ¿qué pudiera justificar que una persona imponga sobre otra su voluntad? Y la justificación fundamental es la de lograr un mínimo de seguridad, de paz y de libertad para todos los integrantes de la sociedad.

Y por eso, la fórmula clásica, recogida en los primeros dos artículos de la Constitución Política de Guatemala, es que el Estado se organiza para garantizar a sus habitantes el ejercicio de sus derechos fundamentales y libertades. Y eso conlleva, inevitablemente, que las autoridades constituidas tengan facultades de dar órdenes, de conceder o denegar permisos y de imponer prohibiciones, todo ello, claro está, de acuerdo con leyes generales de igual ampliación a todos.

Esta formulación, tan clara a ese nivel general que arriba aparece, se va complicando al paso que se la articula para regir las múltiples y variadas circunstancias de la vida cotidiana del Estado. Y es que, quitando el caso de políticos excepcionales, como George Washington, que pudiendo haber continuado en el poder –o por lo menos, pudiendo haber intentado seguir en el poder—se retiró voluntariamente a su vida privada, la regla general es, más bien, que los políticos buscan ejercer y concentrar más poder. Todo el poder que puedan por todo el tiempo que puedan.

Y, cuando el Estado Guatemalteco estaba en la transición del régimen de facto que puso fin a una era en que varios militares retirados ocuparon la primera magistratura de la nación, algunos buscaron mecanismos para evitar que esa propensión a acumular tanto poder como se pueda, quedara sujeta a ciertos filtros, a ciertos factores de moderación que dieran paso a que fueran criterios ajenos a la política partidista los que preponderaran en la nominación de ciertos funcionarios públicos e integrantes del Poder Judicial.

Dicho de otra forma, se pensó en mecanismos que “despolitizaran” elecciones o nombramientos como los de Contralor General de la República, de magistrados de la Corte Suprema (CSJ) y otros tribunales colegiados, de Fiscal General de la República, de magistrados de la Corte de Constitucionalidad, etcétera.

Las expectativas de quienes pensaron en estos mecanismos o procesos de nominación o de elección eran, creo yo, contrarias a la lógica de la regla general sobre la concentración y acumulación de poder enunciada al principio. Trataré de explicarme. Los procesos fueron puestos en manos de las autoridades de la Universidad de San Carlos de Guatemala (USAC), de las de las universidades privadas, de las autoridades de algunos de los colegios profesionales y de dos grupos de magistrados (los de la CSJ y los de los tribunales colegiados). En el caso de los colegios profesionales, algunos procesos fueron más políticos en sí mismos, en el sentido de que supusieron elecciones por parte de todos sus miembros (el Colegio de Abogados y Notarios de Guatemala (CANG) tiene más de 30,000 colegiados).

Ahora bien, si uno echa una mirada a los antecedentes de todos esos grupos e instituciones, creo que difícilmente pudiera afirmarse que se trata de instituciones verdaderamente independientes, con hondas raíces de civismo y, sobre todo, ajenas a la política partidista y a la acción de los grupos de interés.

Dicho en términos llanos, el diagnóstico de esas instituciones en el punto de partida no podía ser mejor que, digamos, dudoso. Quienquiera que afirmara que la USAC y el CANG, por ejemplo, habían funcionado durante los treinta años anteriores al proceso constituyente ajenos a la política partidista en el país, enfrentaría enormes dificultades para probar tal aserto.

Empero, incluso si el caso hubiera sido que todas esas entidades y grupos hubieran dado muestras de independencia de la política partidaria y de sólidas virtudes cívicas, era imposible esperar que, una vez facultadas para postular o elegir altos cargos de los órganos de contralor del Estado y de su Poder Judicial, los partidos políticos y los grupos de interés los iban a dejar en paz.

La experiencia de las últimas tres décadas y media nos demuestra que las cosas han sido al revés. Ni se trataba de instituciones y grupos independientes del proceso político, ni los dejaron en paz. En poco tiempo, todas las agrupaciones políticas y los grupos de interés empezaron a influenciar, infiltrar y hasta controlar buena parte de las autoridades y los órganos de los postuladores o electores de las más importantes autoridades del Estado, sobre todo, en materia del imperio del derecho y la fiscalización de la hacienda pública.

El resultado neto ha sido tremendamente dañino para la institucionalidad del Estado. No sólo no se consiguió que funcionaran los filtros, que se despolitizaran los procesos de nominación o elección de los funcionarios ya mencionados, sino que se ha politizado más a todas las instituciones y grupos que intervienen en dichos procesos de postulación o de elección. A los colegios profesionales y a las universidades se los debía haber dejado funcionar en sus propios ámbitos –muy importantes en sí mismos—y a los magistrados se les debía haber dejado en el ejercicio de sus funciones jurisdiccionales.

¿Cuáles eran las opciones? No hay recetas mágicas ni infalibles. Sin embargo, en otros países han funcionado razonablemente, para cargos como los de Contralor General o Fiscal General, una nominación por parte del Poder Ejecutivo, un escrutinio mediante audiencias públicas bajo la rectoría de una comisión legislativa multipartidista y una elección con mayoría calificada. Es verdad que esto formaría parte, plenamente, del proceso político, pero es que éste debe funcionar razonablemente. La idea de que “la política es sucia” tampoco puede convertirse en el paradigma del sistema.

A los magistrados y jueces, se les debía haber incardinado a una carrera judicial, basada en méritos profesionales, antigüedad y una trayectoria de honorabilidad. Hay varios modelos que han funcionado razonablemente bien y, conviene recordarlo, sin un Poder Judicial independiente, ni hay Estado de derecho ni prosperidad económica.

Si, como aquí se afirma, se cometieron ciertos errores en aquel proceso constituyente y en su primera reforma, lo que ahora procede es enmendarlos.

 

Eduardo Mayora Alvarado.

Ciudad de Guatemala, 3 de diciembre de 2022.

Publicado enArtículos de PrensaPolítica

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