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Ideas versus tribalismo.

Sobre algunos que me señalan de haberme cambiado de bando ideológico tengo la ventaja de que, a diferencia suya, sí expongo mis ideas públicamente y queda constancia de ellas. Para algunos de ellos, yo pertenecía a una “tribu”. Una tribu, según he podido percibir, identifica la validez de una idea, un principio o un valor dependiendo de si favorece los intereses de los miembros de la tribu o de si opera en contra de los intereses de la tribu contraria.

Así, por ejemplo, un principio como el de la independencia judicial no sería válido o inválido por sí mismo, sino en función de si dicha independencia favorece las causas de la tribu o de si bloquea los objetivos de la tribu opositora. El ideal de que las reglas constitucionales sean interpretadas por un tribunal verdaderamente independiente sería válido cuando tal cosa convenga a la tribu o cuando sea un obstáculo a los intereses de la tribu enemiga, pero no siempre. Un cártel o un monopolio fabricado por las propias leyes del Estado no sería cuestionable per se, sino dependiendo de si sus beneficiarios integran o no la tribu.

Creo que estos críticos se equivocan en dos sentidos, a saber: el primero, porque nunca me he cambiado de bando pues nunca he pertenecido a su tribu y, el segundo, porque mis ideas no han cambiado. Algunos de ellos las han celebrado, cuando las han encontrado favorables a sus propósitos, pero no realmente porque coincidan con mis ideas. ¿A qué me refiero con mis ideas?

En primer lugar, que la libertad del ser humano debe operar con el principio fundamental de la organización social. Esa libertad –no hablo de la psíquica ni de la moral—ha de delimitarse por leyes generales que se apliquen a todos por igual. Pero, para que eso así pueda ser, es indispensable erigir ciertas instituciones, principalmente, unos órganos de justicia verdaderamente independientes (de grupos de interés, de partidos políticos y, sí, de cualquier tribu).

En segundo lugar, para que puedan desarrollarse mercados capaces de generar la mayor prosperidad para el conglomerado social, es indispensable que esas leyes generales definan con suficiente especificidad los derechos de propiedad y sus formas de transmisión y negociación a costes de transacción suficientemente bajos. De eso depende que, literalmente, millones de personas, cada una tratando de mejorar en la vida –según su propia noción de qué es mejorar—puedan coordinarse exitosamente para producir, comerciar, inventar, servir o enseñar. Una vez más, la garantía de esos derechos y de su libre transmisión depende de la existencia de unos órganos de justicia verdaderamente independientes.

En tercer lugar –como escribió F. A. Hayek—hay miembros de la sociedad que, por razones de lo más diversas, carecen de las habilidades para llegar a formar parte de los órdenes sociales espontáneos –como el mercado, por ejemplo—y entonces es deseable organizar instituciones que gestionen sistemas de solidaridad social (que no son ni pretenden ser sustitutos de esos órdenes sociales espontáneos).

En cuarto lugar, las preferencias en materia de políticas públicas y sobre la organización de las instituciones del Estado deben fundarse en el derecho de todos los ciudadanos (y no sólo los de la tribu) a participar, en condiciones de igualdad, por medio procesos como la elección democrática de ciertas autoridades, el funcionamiento (también democrático) de ciertos órganos representativos o, en casos de especial trascendencia, por medio de referendos.

En fin, ciertas ideas que, a los de la tribu, les resultan atractivas cuando, en ocasiones, favorecen sus objetivos.

Eduardo Mayora Alvarado.

Publicado enArtículos de PrensaPolítica

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