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¿Qué pasa, realmente?

Yo no creo que al presidente Giammattei o a sus principales funcionarios en el área de salud pública no les interese que el programa de vacunación contra el COVID-19 sea exitoso. No puedo concebir qué pudieran ganar, como tampoco los partidos políticos que integran el llamado “oficialismo”. Y, sin embargo, habiendo contado con la misma información y acceso a los medios para desarrollar el proceso que, por ejemplo, los gobiernos de Costa Rica o El Salvador, los resultados son mucho peores. Encima, las relativamente escasas jornadas de vacunación llevadas a cabo han dado de que hablar, sea por el lado de la corrupción o de la falta de organización.

Y, así, uno se pregunta: ¿qué pasa, realmente? Mi teoría es que hay una masa crítica de líderes de diversos sectores que han descubierto que, para la consecución de ciertas cosas que les interesan, la solidez de ciertas instituciones es un estorbo. Así, casi desde el inicio de la llamada “era democrática” estos líderes —que no han sido siempre los mismos— han ido de manera más o menos activa minando esas instituciones o, todavía más, instrumentalizándolas para sus fines e intereses.

Los líderes que integran esa masa crítica se han ido sucediendo unos a otros, pues no siempre pertenecen a la misma facción. Todos tienen en común esa comprensión clara de que, para lograr sus objetivos, es indispensable debilitar o capturar esas instituciones y, de ese modo, compiten entre sí pero sin destruir ese denominador común a que hago referencia.

Hablamos de fines tales como la posibilidad de conseguir o de aportar fondos para la financiación de campañas políticas sin mayores controles ni fiscalización o, una vez integrados a la coalición oficial, la habilidad para repartir cargos o empleos públicos a simpatizantes, aliados o “socios”. También aludimos a fenómenos como la asignación de obras públicas o de contratos con el Estado a empresas o personas que convierten el poder en dinero, para los del grupo, y de la posibilidad de vender o conseguir leyes a la medida.

Acierta usted, estimado lector, para que todas esas cosas puedan darse es necesario debilitar las instituciones de justicia y de control. Pero —siempre hay un pero—el problema es que, si bien la debilidad y la falta de independencia jueces, magistrados, contralores, fiscales, etcétera, facilita la consecución de todos esos objetivos, al mismo tiempo producen otras consecuencias.

En efecto, una de esas consecuencias es que las administraciones públicas —o muchas de ellas—se van haciendo más y más ineficientes, pues se integran, cada vez más, por funcionarios que, realmente, carecen de las competencias, del interés y de la vocación para estar en los cargos que ocupan. Han llegado ahí para facilitar que determinada empresa se gane una licitación, para aprobar ciertos nombramientos, para asignar presupuestos estatales a determinados proyectos, en fin, para un sinfín de cosas menos desempeñar con lealtad y de acuerdo con la Ley sus funciones.

Al paso del tiempo, dejando a salvo las honrosas excepciones, las administraciones públicas se tornan en una carga y no en un instrumento para la consecución del interés general o del bien común. Por el contrario, se erigen en obstáculos burocráticos formidables que, contando con presupuestos estatales con

los que nunca soñaron sus predecesores, son incapaces de ejecutarlos. Carecen de las competencias, del interés y del miedo.

Encima, para que el esquema sea sostenible, muchos de los sindicatos del Estado se han convertido en demandantes sistemáticos del Estado que, a fuerza de emplazar a todos los ministerios, consiguen la inamovilidad de masas de burócratas sin mérito ni capacidad y sellan el sistema. Es un problema, pero es que no puede minarse la justicia y los órganos de control sin crear daños colaterales.

Eduardo Mayora Alvarado.

Ciudad de Guatemala 28 de abril de 2021

Publicado enArtículos de PrensaEstado

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