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¿Es la situación actual una paradoja de la “era democrática”?

Me preguntaba hace unos días si es una paradoja que, poco más de tres décadas desde que se inauguró la llamada “era democrática”, los resultados que tenemos a la vista sean tan desalentadores. Pero, después de tomar en consideración ciertos factores, creo que no. No es paradójico, sino más bien una consecuencia, digamos, lógica.

Me refiero a que, dadas ciertas características de la naturaleza humana y ciertas reglas de nuestra Constitución Política (CPR), se han producido una serie de dinámicas nocivas que, hasta cierto punto, eran inevitables.

Del lado de la naturaleza humana, el punto es que todos los seres humanos son actores interesados, principalmente, en sus beneficios individuales. Todos actuamos para mejorar nuestra situación individual según cada uno de nosotros la percibe y entiende. Por supuesto que actuamos en función de nuestros intereses individuales dentro de ciertos límites. Todos estamos sujetos a una conciencia que, dependiendo de los escrúpulos morales de cada actor, delimita las fronteras de nuestra acción. Por lo menos, por regla general.

Pero, dentro de esas fronteras todos actuamos para mejorar nuestra situación individual y de ahí deriva, en parte al menos, la generalizada creencia de que todo sistema educativo debe inculcar valores y principios en los jóvenes. Entre otras cosas, una sociedad en que se comparten ampliamente ciertos valores y principios necesita dedicar menos recursos a reprimir conductas delictivas o antisociales.

El primer punto, entonces, es que todos, dentro del marco de nuestros escrúpulos morales, procuramos maximizar nuestros beneficios individuales. El segundo punto se refiere a ciertas reglas de la CPR. Veamos un par de ejemplos. En nuestro sistema constitucional todos, no algunos, sino todos los casos de corrupción que sean detectados por los órganos de control y fiscalización terminan en un tribunal de justicia. Eso se debe a que eso que genéricamente se llama “corrupción” se conforma por una amplia gama de delitos (el cohecho, el peculado, la malversación, etcétera) y todos los delitos han de ser juzgados y sancionados por un tribunal de justicia.

Por consiguiente, un sistema de justicia en el que los jueces y magistrados son nombrados o electos cada cinco años, en el que existe la posibilidad de traficar influencias para su postulación y su elección, en el que la política partidista juega un rol clave, cada cinco años, en esa elección, es un sistema vulnerable. Si bien cabe la presencia en el conjunto de algunos jueces y magistrados con escrúpulos morales sólidos, los riesgos de que predomine la presencia de otros que no los tengan, son muy significativos. Y esto es el triste espectáculo al que hemos asistido desde hace más de dos años en lo que concierne a la postulación y elección de magistrados judiciales.

Por el lado de la Corte de Constitucionalidad (CC) ocurre otro tanto. En general, a la CC le corresponde el control de la constitucionalidad de los actos legislativos del Congreso, de los actos administrativos del Poder Ejecutivo y de las sentencias del Poder Judicial. Empero, son precisamente el

Congreso, el Presidente y la Corte Suprema de Justicia quienes designan a seis de los diez magistrados de la CC. Cabe la posibilidad, por supuesto, de que los funcionarios que integran esos órganos usen de sus facultades para elegir a magistrados totalmente independientes, pero, dada la naturaleza humana, esto no es muy probable y por eso digo al principio que, en cierto modo, nuestras propias reglas constitucionales han fabricado la situación existente. Es imperativo revisarlas.

Eduardo Mayora Alvarado.

Publicado enArtículos de PrensaEstado

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