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Algunos de los riesgos de la democracia.

Entradilla: mientras mayores son las posibilidades de ejercer poderes arbitrarios o discrecionales, mayores son los incentivos para manipular los procesos democráticos.

Rompetextos: es indispensable reconocer que, sin órganos de contralor y de justicia capaces de enfrentar los riesgos que enfrenta la democracia, la legitimidad peligra.

No escribo estas reflexiones con un espíritu anti democrático, sino porque creo que, para que sea creíble y confiable como sistema para elegir autoridades, para aprobar reglas constitucionales o legales, para refrendar dichas reglas o cuestiones de especial trascendencia nacional, es necesario reconocer los riesgos que la democracia enfrenta y, con base en ellos, sus limitaciones.

Uno de los riesgos más importantes, me parece, es que los posibles “costes” de la decisión y sus posibles “beneficios” no converjan en las mismas personas que votan. Para poner un ejemplo sencillo, una determinada mayoría puede elegir representantes al Congreso que, para permanecer en el poder con el sustento de dicha mayoría, establezcan cargas (como impuestos) que deba soportar una determinada minoría, para beneficio de la mayoría. El coste para estos últimos es cero y sus beneficios radican en las transferencias de rentas a su favor (además del beneficio de los representantes).

A menos, entonces, que existan reglas constitucionales que impidan discriminaciones legales arbitrarias, motivadas exclusivamente por el afán de unos representantes de conservar el apoyo mayoritario, la democracia corre el riesgo de degenerar en una demagogia.

Por otro lado está el riesgo de que, una vez electos por la mayoría, sus representantes respondan más bien a los intereses de grupos minoritarios, pero sumamente organizados, que consiguen algún tipo de renta, de privilegio o de ventaja sufragado por las mayorías. A cambio de esos “bienes públicos”, dicho grupos de interés entregan a los representantes dinero o el respaldo de colectividades significativas y alineadas. Los integrantes de las mayorías desorganizadas perciben que la carga que le toca soportar a cada uno es muy baja como para incurrir en los costes de oponerse a este tipo de intercambios que, a menos que sean susceptibles de ser investigados y perseguidos como “ilegales” por instituciones públicas, como el MP o la CGN, pueden hacer degenerar la democracia en una demagogia.

Por último están los riesgos de que, con fondos públicos, privados o, como se ha visto recientemente, provenientes del crimen organizado, pueda crearse eso que suele llamarse “clientelismo”. Esto apunta a la obtención del apoyo político de determinados grupos de personas a cambio granjerías más o menos importantes. Típicamente, el clientelismo deviene un riesgo para la democracia cuando la oferta electoral casi no es diferenciable. A tal punto, que unas modestas dádivas, repartidas entre grupos significativos, pueden generar un apoyo.

Ahora bien, todos los incentivos para defraudar la democracia son directamente proporcionales a los poderes o facultades de los funcionarios que, por su medio, acceden al poder. Si dichos poderes fueran razonablemente limitados y si su ejercicio estuviera sujeto a principios

de generalidad o de no discriminación arbitraria y los órganos de contralor y los tribunales competentes tuvieran las facultades para reprimir o declarar nulos o ilegales los fenómenos descritos arriba, los incentivos para “comprar o vender votos” o para “invertir en manipular la democracia”, serían menores.

Creo que basta con echar una mirada a los más recientes acontecimientos para coincidir en que la democracia guatemalteca está en grave peligro de perder la credibilidad mínima necesaria para que las autoridades electas puedan reclamar que se les reconozca como “legítimas”.

Eduardo Mayora Alvarado

Ciudad de Guatemala 24 de abril de 2019

Publicado enArtículos de PrensaEstadoPolítica

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