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Seamos claros, por lo menos

(Publicado por Siglo 21 en mayo 2012)

Los acontecimientos de Santa Cruz Barillas han puesto de relieve hasta qué punto se ha confundido a la opinión pública sobre la naturaleza del problema existente.

En primer lugar, es mentira que el Convenio 169 de la OIT no se observe o aplique en Guatemala.  Cuando dicho tratado fue aprobado por el Congreso se dejó hecha la salvedad de que se incorporaba al derecho patrio sujeto a las disposiciones de la Constitución de la República.   Cada ciudadano, lego o letrado, interesado o no, puede tener una opinión sobre cuáles sean las implicaciones de esa salvedad; empero, por el momento la Corte de Constitucionalidad ha interpretado esa aprobación y las reglas del propio Convenio, a la luz de las normas constitucionales, negándole efectos vinculantes a las consultas populares que el mismo contempla.

Por consiguiente, en la jurisdicción de esta república, sí se aplica el Convenio 169 pero, en materia de consultas populares, sin atribuírseles efectos vinculantes. De ahí deriva una consecuencia muy importante: la falta de acuerdo de los vecinos o comuneros consultados sobre la instalación de una mina o de una hidroeléctrica, no afecta ni puede limitar los derechos que los emprendedores tengan bajo las licencias que les hayan sido otorgadas por los órganos competentes del Estado y bajo sus leyes.

De ahí que cuando un grupo de ciudadanos, manipulado o no, mayoritario o no, toma medidas de hecho en contra de los titulares de esas licencias y derechos con base en los resultados de una consulta popular, simple y sencillamente ese grupo está actuando fuera de la Ley.  Si, además, esas medidas de hecho involucran coacciones, intimidaciones o violencia física, ese grupo de ciudadanos comete un delito.

Por último, ante la violación de los derechos de cualquier persona los órganos del Estado deben actuar para evitarlo.  Esa es una de las funciones principales del Estado y, si para garantizar los derechos de los afectados y para mantener la paz y el orden –otra de las funciones principales del Estado—es necesario recurrir a un estado de excepción, como lo es el estado de sitio, contemplado por la Constitución y las leyes, así debe procederse.

Por supuesto, cualquier ciudadano puede cuestionar si la medida se justifica o no, si la medida es o no conveniente, etcétera.  Pero para decidirlo están los órganos competentes del Estado y, por supuesto, si la Corte de Constitucionalidad encontrara que por algún motivo probado el decreto respectivo supone un exceso de poder contrario a la Constitución o a los derechos que de sus normas se derivan, pues así ha de declararlo.  Mientras no lo hiciera, el estado de sitio decretado es jurídicamente válido.

Debemos ser claros también en esto: en el mundo hay dos tipos de regímenes jurídico-políticos.  Uno, en el que impera el derecho; otro, en el que impera la voluntad arbitraria de una o de un grupo de personas.  Los países que han progresado, superando la desnutrición, la pobreza, la enfermedad, la ignorancia y otras lacras sociales, son los que hacen realidad el ideal del imperio del derecho.

Eduardo Mayora Alvarado. 

Publicado enArtículos de PrensaJurídicosPolítica

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