No cabe duda, como se ha dicho hasta la saciedad, de que el derecho de manifestación pública es una de las características que presentan las sociedades abiertas, los regímenes democráticos. Por lo general, una manifestación pública tiene costes altos para los manifestantes. Para empezar, porque supone la expresión de una posición antagónica a cierta política pública, a ciertos actos o decisiones de los poderes públicos, en fin, conlleva una oposición abierta y vehemente. Además, implica dejar las actividades cotidianas, sea el trabajo, los negocios o cosas parecidas. Y todo eso se justifica –o así debiera ser—porque los manifestantes denuncian un abuso, una injusticia, una arbitrariedad o explotación.
Y, sin embargo, este derecho tan próximo a la esencia misma de una sociedad abierta, fundada en el ideal del imperio del derecho y de la participación ciudadana en la elección de sus autoridades, en ninguna parte, ni en las democracias maduras, puede ejercerse sin unos límites, fuera de un marco de razonabilidad y, además, de respeto por los derechos de los demás ciudadanos.
Entre esos límites están, como punto de partida, la seguridad y el orden público. Además, el ejercicio, si bien parcialmente restringido por la manifestación, de los derechos fundamentales de los demás ciudadanos. Entre ellos, el de locomoción; el de trabajo, comercio e industria y el de libertad de acción, para no mencionar sino los más importantes. Así, si una manifestación pública, como una marcha por calles o carreteras, puede ocurrir pacíficamente ocupando uno o dos carriles de una autopista, dejando libre uno o dos carriles para la circulación automotriz, o si cabe realizarla en una plaza con suficiente impacto por cinco horas, no puede justificarse ni aceptarse, en el primer caso, que tengan que ocuparse los cuatro carriles de la autopista ni, en el segundo, que la plaza pública se convierta en un campamento.
Es posible que, como en algunos períodos de nuestra historia del último siglo hubo casos de gobiernos autoritarios que reprimieron ese derecho por razones ilegítimas, con el fin principal de sofocar cualquier disidencia, de acallar cualquier crítica o denuncia de arbitrariedades y violaciones a derechos fundamentales, entonces, ha ido creciendo una especie de “complejo”. Un complejo que ha salido demasiado caro y debe superarse.
En efecto, quizás con miras a conseguir suficiente respaldo entre la población, con demasiada frecuencia se permite que los manifestantes, como los sindicalistas de la educación pública en este caso, abusen lo suficiente para que, de ese modo, se alce el clamor de los empresarios y de los cientos de miles de personas que se ven afectadas en sus tareas diarias.
En otras ocasiones, a juzgar por las declaraciones de algunos funcionarios públicos, más bien parece que procuran aparecer como “muy democráticos”, dando mano libre a que se produzcan esos desmanes. Claro, hacen llamados a los manifestantes para que respeten los límites, pero no actúan para poner coto a los excesos.
Pero, una actitud democrática jamás debe equipararse ni entenderse como tolerancia al abuso –no al ejercicio razonable—del derecho de manifestación. Una actitud democrática, más bien por el contrario, se enfoca en el cumplimiento de las leyes del Estado, en el bien común, en la paz y el orden.
Eduardo Mayora Alvarado
Ciudad de Guatemala, 15 de julio de 2025
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