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¿Qué queda sin un tribunal supremo?

Entradilla: Ningún funcionario público puede descalificar los criterios de otros, sin exponer los propios a descalificación.

Rompetextos: En un Estado que se rige por el derecho, cada competencia repartida por la Constitución marca los límites, también, de la deferencia debida a las opiniones oficiales de sus funcionarios.

                En mi opinión, cuando un régimen político que haya tenido un tribunal supremo independiente lo pierde, lo que queda es una dictadura.  Dicho de otra forma, la diferencia entre un país que pueda considerarse un “Estado de derecho” y otro que deba considerarse una “dictadura” estriba, en última instancia, en la existencia o no de un tribunal supremo independiente.

Cuando digo “un tribunal supremo” aludo a un órgano jurisdiccional que decida, en última instancia y con independencia, las cuestiones de constitucionalidad y de legalidad que se susciten.  Me refiero a un órgano de justicia que, por consiguiente, no se integra por funcionarios de elección popular sino a uno en el que, por esa razón, sus magistrados no tienen por qué preocuparse de su popularidad ni de la siguiente elección.

En Guatemala, de acuerdo con su Constitución Política, ese “tribunal supremo” es la Corte de Constitucionalidad.  No lo es en cuestiones de derecho común, pero sí en materia de constitucionalidad y de legalidad de los actos de los poderes públicos, incluso de los actos legislativos.

En un Estado de derecho, cualquier persona, cualquier ciudadano, puede tener la peor opinión de los criterios del órgano que haga las veces de tribunal supremo y, además, tiene derecho a hacer pública esa opinión.  Sin embargo, todos los funcionarios públicos del Estado deben actuar de modo que su “respeto institucional” por los criterios del tribunal supremo del Estado, esté claro.

Nótese que hablo de “respeto”, no de “coincidencia”.  Cualquier funcionario está en libertad, me parece, de hacer pública una falta de coincidencia de su opinión con los criterios del tribunal supremo, pero no puede hacerlo descalificando estos últimos.  No puede hacerlo sin minar, sin poner en alto riesgo, su propia autoridad.

En efecto, supóngase que un jefe de gobierno se permita descalificar los criterios del tribunal supremo, tildándolos públicamente de “no estar apegados a derecho”.  Si el jefe de gobierno puede permitirse descalificar de esa manera los actos del tribunal supremo, ¿por qué no pudiera, entonces, el tribunal supremo descalificar públicamente ciertas decisiones del gobierno como “contrarias al interés general o al bien común”? ¿Qué impediría a un fiscal general descalificar como contrarias al desarrollo económico del país las políticas económicas del jefe de gobierno? ¿Por qué tuviera que abstenerse un ministro de descalificar como intrascendentes para la lucha contra el crimen ciertas medidas de un fiscal general? En pocas palabras, ¿por qué razón tuviera cada uno de los funcionarios del Estado que respetar los criterios de otros funcionarios del Estado, que hayan sido formulados dentro del ámbito de sus competencias?

Lamentablemente eso es, exactamente, lo que el Gobierno de Guatemala ha hecho en un comunicado fechado 23 de julio del año en curso.  En relación con ello, me pregunto, por ejemplo, ¿qué puede entender un analista de una entidad internacional de las que califican el llamado “riesgo país”, al leer una declaración de esta naturaleza?  ¿Qué tipo de riesgo representa para un inversor extranjero, por ejemplo, que el Gobierno se permita descalificar, públicamente, las resoluciones de la Corte de Constitucionalidad, afirmando que “no están apegadas a derecho”? ¿Quién determina, entonces, qué acciones están o no apegadas a derecho? ¿El Gobierno o la Corte de Constitucionalidad? De la respuesta que se dé a esa pregunta dependen cosas como las que menciono arriba.

Publicado enArtículos de PrensaEstadoSociedad

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