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Tres cosas diferentes, trágicamente confundidas.

Entradilla: Al servicio civil se le ha confundido con los servicios prestados en régimen laboral. La confusión tiene implicaciones prácticas y políticas importantes.

Rompetextos: las administraciones públicas no necesitan “ahorrar” en las remuneraciones que pagan; necesitan a los más competentes y probos para el ejercicio de las funciones públicas.

Cuando una empresa requiere a un profesional o a un técnico independiente la prestación de determinados servicios, cada una de las partes hace un cálculo. La parte que requiere los servicios compara su valoración de los servicios contratados contra el precio que le cuesten y el prestador de los servicios compara todos sus costes contra el precio que la empresa esté dispuesta a pagar. En caso de que a ambos convenga el intercambio de precio por servicios, cierran el contrato y ejecutan las prestaciones que a cada uno corresponda. En esta primera situación, cada una de las partes calcula su “beneficio o utilidad esperada” resultante del arreglo y, de parecerle rentable, firma el contrato.

Cuando una persona o una empresa ofrece una plaza de trabajo, un empleo, y otra persona considera la posibilidad de aceptarlo, ocurre algo parecido. En este caso la empresa también hace un cálculo y compara en cuánto valora los servicios del empleado contra el salario y demás prestaciones que deba pagar, y el empleado hace un cálculo de cuánto estima que valen sus servicios en el mercado laboral y pondera si esa oferta es su mejor opción. Si así fuera, acepta el empleo, de lo contrario, lo declina.

Un “denominador común” en estas primeras dos situaciones es que, por lo general, un incremento de beneficios para la “parte A” implica que los beneficios netos para la “parte B” disminuyan. Por esa razón es que de los dos lados hay un cálculo de expectativas y se produce una negociación que interesa, directamente, a cada parte.

La tercera situación es la del servicio civil. Es decir, cuando el Estado o sus entidades o cuando una municipalidad contratan los servicios de una persona para que pase a ser funcionario o empleado público. Ahí, las cosas cambian. En primer lugar, el empleador no valora las competencias de la persona cuya contratación se considere, en función de unos intereses estrictamente financieros. El objeto de la contratación no es mejorar los beneficios o utilidades de una empresa. Los cargos y empleos públicos han de crearse y las funciones correspondientes han de concebirse para la satisfacción efectiva y eficiente (eso sí) de algún interés colectivo que las leyes atribuyan al Estado, a los ayuntamientos o a las entidades autónomas.

Al Estado no le interesa pagar menos para mejorar sus ganancias. Le interesa pagar una remuneración digna y suficientemente competitiva como para atraer a profesionales o técnicos probos que tengan las competencias necesarias para ejercer adecuadamente determinadas funciones públicas. El Estado no “sale ganando” si paga remuneraciones por debajo de los niveles del mercado de servicios personales. El Estado “sale perdiendo”, en el sentido de que se le hace más difícil contratar el nivel de “capital humano” requerido.

Por consiguiente, me parece que el descalabro de las administraciones públicas de la Guatemala actual hunde sus raíces en la confusión del estatuto del servicio civil con el régimen del mercado laboral. Esa deformación del estatuto del servicio civil parte de la propia Constitución Política, convirtiéndolo en una negociación en la que el ciudadano nunca está bien representado y en la que los estrategas políticos ven “votos” y no funcionarios que prestan sus servicios para realizar el bien común y es una de las fuentes más graves de la corrupción existente.

Eduardo Mayora Alvarado

Guatemala 17 de julio de 2019.

Publicado enArtículos de PrensaEstadoPolíticaSociedad

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