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Libertad, ciudadanía y lo público.

Nos llegan por todos los medios de comunicación social las imágenes de playas, caminos, plazas y calles llenas de basura.  Unos cuantos conductores, a quienes se les antoja comprar unas frutas para el camino, se estacionan al borde de carreteras ya insuficientes de por sí, generando atascos y degradando la circulación para miles y miles de conductores.  Los autobuses van sobrecargados, deteniéndose en cualquier parte de los caminos que recorren para recoger pasajeros, de modo tal que no solamente ponen en peligro las vidas de éstos sino las de los demás automovilistas que pasan horas interminables regresar a sus casas.  Como si todo eso no fuera suficiente, los operativos de tránsito generan otros embudos, en lugar de ensanchar las arterias por donde pudiera fluir mejor el tráfico.

Es verdad, de otra parte, que durante los días de la Semana Santa muchos de los espacios públicos (sean infraestructuras o culturales y de recreación) se utilizan al máximo de su capacidad, de manera que es imposible pensar en que todo transcurra como en condiciones normales.  Es imposible evitar que, operando al límite, no se llega a ciertos extremos.  Pero no es necesario que se llegue al borde del colapso.

Esa situación –el borde del colapso—se debe en buena medida, a mi parecer, a una actitud respecto de lo público que denota una cierta falta de comprensión de cómo, en “lo público”, es el ámbito en el que podemos ejercer nuestra ciudadanía, nuestra libertad, bajo la Ley.

En efecto, en los espacios o esferas privadas de la persona, si bien existe esa libertad y esa ciudadanía (la vivienda es inviolable, por ejemplo), no se despliegan como en lo público.  En esta dimensión de nuestras vidas puede hablarse de libertad de expresión, de libertad de locomoción, de libertad de comercio, de libertad de trabajo, de libertad de manifestación, etcétera.  Es en lo público en donde el ciudadano se entiende con otros ciudadanos bajo el marco de las leyes y en donde se entiende, también, con sus autoridades.

Por consiguiente, ni la ciudadanía ni la libertad se oponen a lo público sino que, más bien por el contrario, es en esta dimensión de la existencia de las personas en que adquieren verdadero significado.  En las que pueden expandirse, pero también verse coartadas, limitadas, constreñidas.

Cualquier ciudadano que desprecie lo público también desprecia una dimensión sumamente importante de su vida, de su existencia, de su libertad bajo la Ley.  Cuando un ciudadano constata que otros abusan de o público debe poder –y querer—acudir a la autoridad para pedir, para exigir, que aquel que abusa sea reprimido, bajo la Ley, por ese abuso.  Y he aquí una de las más importantes funciones de la autoridad pública, a saber: evitar que cualquier persona o grupo de personas abuse de lo público.  Sea con altavoces que reproducen música estridente, sea bloqueando la circulación, sea ensuciando las playas o caminos, sea mediante el uso de la violencia física o moral, o sea faltando a la moral y las buenas costumbres,  la autoridad pública debe actuar para impedir que lo público se degrade, que pierda ese valor enorme que tiene para el ejercicio de la libertad, para el ejercicio de la ciudadanía.

Los ciudadanos de Guatemala, que valoren su libertad, deben poder acudir a sus autoridades públicas para pedir y obtener esas protecciones fundamentales sin las cuales, en mi opinión, la dimensión más importante dentro de la cual se despliega la libertad ciudadana, queda cercenada.

 

Eduardo Mayora Alvarado. 

 

Quintana Roo, México, 4 de abril de 2018.

Publicado enArtículos de PrensaJusticiaLa Jurisdicción Indígena

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