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Servicio laboral versus servicio civil.

Desde que se promulgó la actual Constitución Política, cada vez con más frecuencia y con más amargura, los ciudadanos de Guatemala deben soportar las consecuencias de las huelgas organizadas por uno o más de los sindicatos del sector público. Sean los educadores, los salubristas o los empleados del Congreso, se interrumpen los servicios a que los ciudadanos tienen derecho y, encima, a veces se les bloquean carreteras o avenidas, puertos o aeropuertos, etcétera. 

Todas estas huelgas, protestas y reclamos laborales se formulan entendiendo que, al igual que cualquier empresa, el Estado es un patrono más y, sobre todo, que los “trabajadores” del Estado están en la misma situación que los del sector privado. Creo que es hora de preguntarse si tal forma de entender las cosas es o no realista y correcta.

En una relación laboral ordinaria, el empleador o patrono procura, dentro del marco de las leyes del Estado y de las leyes del mercado, reducir sus costos laborales todo lo que puede. Cada empleador está en un mercado de bienes o de servicios en el que, si sus precios (supuesta una misma calidad de sus productos o servicios) no son más atractivos que los de sus competidores, perderá el favor de sus clientes, mermarán sus ventas y tendrá menos utilidades. Al mismo tiempo, procura contratar a los mejores trabajadores que sus recursos le permitan, de modo que la empresa marche mejor que los competidores.

Por el lado de los trabajadores, ellos también están en la relación laboral ordinaria en un mercado laboral en el que, a menos que cada uno de ellos pueda ofrecer a los patronos disponibles mayor productividad que otros trabajadores que compitan por la misma plaza, quedarán desempleados y sin ingresos o tendrán que conformarse con plazas menos remunerativas. En un plano paralelo, pero inverso, respecto de los empleadores, los trabajadores del sector privado, pudiendo escoger entre más de un empleador, preferirán (otras cosas siendo iguales) al que parezca más sólido, mejor establecido y capaz de crecer y ampliarse.

Por tanto, en la relación laboral ordinaria hay unos “reguladores naturales” que, si bien de manera imperfecta, crean un cierto equilibrio. Mirando al extremo, para ilustrar el punto, los empresarios están bajo los incentivos adecuados, ante la posibilidad de una huelga, para procurar llegar a un entendido. Como en caso de materializarse una huelga sus clientes se verían forzados a acudir a los competidores, no solamente mermarían sus ventas, sino que surgiría la oportunidad para que los competidores se queden con sus clientes. Los trabajadores, por su lado, saben que, en última instancia, una huelga por cuyo medio se pretendan prestaciones por encima de los niveles de productividad de los trabajadores, será rechazada porque llevaría, en el extremo, al cierre de la empresa con pérdidas para todos.  Para ellos, la mayor pérdida sería el desempleo.  Por consiguiente, los trabajadores también están ante los incentivos adecuados para procurar arreglarse antes de llegar al extremo de una huelga.

Por el lado de los consumidores, clientes de la empresa que enfrente una huelga, si bien tendrían que enfrentar algunos inconvenientes, generalmente tienen opciones.  En algunos casos el coste de ir a otra empresa competidora será muy bajo en otros casos, será mayor, sin embargo, salvo situaciones muy especiales, para ellos hay soluciones alternativas.

El sector público

Cuando del Estado y de sus entidades se trata, vistos como patronos, no existen incentivos para disminuir las remuneraciones de los funcionarios públicos (en Guatemala se ha distinguido entre “funcionario” y “empleado”, pero jurídicamente todos ejercen funciones públicas a distintos niveles de jerarquía o de competencia). Ni los políticos ni los ciudadanos ganan o se benefician si se les paga menos de lo razonable a los funcionarios públicos; es más, los ciudadanos y el Estado salen perdiendo si, merced a remuneraciones por debajo de lo razonable, las administraciones públicas quedaran en manos de servidores civiles incompetentes.

Ni el Estado ni sus entidades están compitiendo en un mercado, de manera que deban reducir sus costes de recursos humanos para mejorar sus utilidades o beneficios, tampoco se gana una elección si se promete “pagarle mal” o “pagarle menos” a los funcionarios públicos, si bien es cierto que se valora por el sector privado que la relación entre “inversión” y “funcionamiento” sea razonable.

El funcionario y el “empleado” público no trabajan para un patrono, sino que cumplen con las funciones que las leyes establecen para cada órgano del Estado o de sus entidades y han de cumplir con esas funciones para beneficio, en definitiva, de los ciudadanos.  El Estado y sus entidades no “pierden clientes”, puesto que, en cierto sentido, son monopolísticos Los ciudadanos sólo pueden acudir al Estado o sus entidades para conseguir los objetivos que la Ley coloque en el ámbito público y, por eso, el funcionario y el empleado público no son “trabajadores” sino que “servidores civiles” o así deberían entenderse a sí mismos y ser concebidos por la ciudadanía.

El problema central de que se entienda a los funcionarios y empleados públicos como trabajadores, con intereses contrapuestos a los del “patrono” –que son los ciudadanos—es que los administradores y políticos no están bajo los incentivos adecuados para que los costes de los “recursos humanos” sean los óptimos, desde un punto de vista económico.

Los políticos –en lo personal— no pierden nada si aprueban remuneraciones por encima del nivel de productividad de los funcionarios y empleados públicos, al contrario de los patronos del sector privado respecto de sus trabajadores. Tampoco son premiados o castigados, financieramente por sus “resultados empresariales” ni evaluados por su eficiencia administrativa.  Ante la inminencia de una huelga, los incentivos de los políticos están del lado de ceder y conceder. Esto último se debe, además, a que los votos de los trabajadores sindicalizados del sector público bien pueden decidir una elección. De hecho, por lo menos dos de las elecciones recientes se han decidido por menos votos que el número de empleados públicos sindicalizados.

Las pruebas delatan en la realidad lo que la lógica económica permite comprender.  Los pactos colectivos aprobados por los políticos o funcionarios de alto nivel designados por los políticos contienen, casi todos, prestaciones que rebasan cualquier sentido de razonabilidad. Muchos llegan al absurdo de crear plazas hereditarias u opciones a favor de los parientes del empleado sindicalizado para adquirirlas, todo ello es inconstitucional e ilegal, pero se ha aprobado y confirmado por los políticos o sus delegados.

La actual Constitución Política trajo, como una novedad y con aires de progresismo vanguardista, la huelga de los funcionarios y empleados públicos.  Se pensó, erróneamente, que tenían “derecho” a defender sus intereses de clase.  Pero no es esa la naturaleza de la relación que debiera existir entre el Estado y sus servidores.  Esta debía ser una en la que, en aras de la realización de los fines del Estado, los políticos aprueben unas leyes y reglamentos que establezcan un servicio civil profesional, estable, especializado y probo que, con las garantías adecuadas, propias de una carrera dedicada al servicio a los ciudadanos, las remuneraciones y prestaciones que la Oficina Nacional del Servicio Civil proponga para su aprobación, generen unos incentivos adecuados.

Pero estos incentivos han de ser para que, ganando por mérito en concursos por oposición, con transparencia y propiedad técnica, los mejores profesionales del país, con vocación de servicio público se presenten para seguir una carrera bien estructurada, gestionada con eficiencia y rectitud, que redunde en beneficio de los ciudadanos, razón de ser del Estado.

Eduardo Mayora Alvarado, Guatemala 5 de octubre de 2017.

Publicado enEconomíaJurídicosReforma

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