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¿Por qué estamos como estamos?

Las relaciones humanas en el seno de una sociedad políticamente organizada pueden clasificarse de diversas maneras.  Una de ellas es distinguiendo entre las relaciones libres y voluntarias, basadas en un interés propio, y las relaciones obligatorias, fundadas en un interés común o colectivo.

Cuando dos o más personas se relacionan entre sí por interés propio, todas las partes de la relación quedan situadas bajo unos “incentivos” que redundan en la diligencia con que actúan, con que fiscalizan y con que piden y rinden cuentas.  Esos “incentivos” no existen cuando dos o más personas se relacionan entre sí por un interés que les sea ajeno.

Puede ser que, dada la naturaleza de la relación, aunque no haya un interés propio, se actúe también con diligencia.  Como cuando una persona se ocupa de los asuntos de un amigo o de un pariente sólo por la satisfacción de haber metido el hombro.  Pero cuando se trata de asuntos en los que las relaciones con los posibles afectados por los resultados son remotas, o de asuntos que carecen de interés propio, los “incentivos” para una actuación y una fiscalización diligentes, para pedir y rendir cuentas, no existen.

Las consecuencias de esa realidad son lacerantes para los ciudadanos de este país. Los ultrajan cuando constatan como todo aquello que se ha situado en el ámbito estatal se derrumba ante sus ojos o apesta a corrupción. Es una realidad que ha sido ignorada por quienes hicieron las reglas constitucionales y por quienes han intervenido en la promulgación de la mayor parte del derecho público de la república.

No siempre ha sido así, pero cuando no había más que la universidad del Estado y los intelectuales del país se “enamoraron” (porque no puede haber sido algo racional) de la “visión romántica del Estado” –como la llamó el Premio Nobel Buchanan— fue “el principio del fin”.

Aquella generación inauguró una era –que de algún modo está llegando a su fin—en la que se creyó que el interés propio era “malo” y que, en manos del Estado, los funcionarios de todas las administraciones públicas y los políticos actuarían diligentemente en pos del bien común, encarnado en una pléyade siempre creciente de grupos de interés disfrazados de “colectivos”.  Pasó lo contrario.

De cara al futuro todo lo que pueda quedarse en el ámbito de las relaciones libres y voluntarias hay que dejarlo ahí, y para lo que deba situarse dentro del ámbito estatal, es imperativo reformar el derecho público del país –comenzando por la Constitución—de manera que sean un honor y un éxito profesional el acceder a la función pública y, una vez en ella, que el funcionario quede sujeto a controles efectivos.  En primer lugar, al control jurisdiccional, que debe quedar en manos de un Poder Judicial totalmente independiente; en segundo lugar, al control de legalidad administrativa, en manos de una Procuraduría General de la Nación que cuente con los recursos y dignidad correspondientes a la importancia medular de sus funciones; y en tercer lugar, al control hacendario, en manos de una Contraloría General de Cuentas que, igualmente, debe integrarse por los profesionales más competentes que pueda haber en esa materia y dotados de todas las herramientas necesarias para luchar contra la corrupción.  Nada de eso existe hoy en día, sino solamente en apariencia.  Por último, el control político debe estar en manos de los representantes de los ciudadanos que, de ninguna manera, pueden seguir organizados en forma de “cartel”.  El régimen jurídico electoral se ha concebido para crear un cartel de partidos políticos y debe reformarse a fondo, de modo que se instaure una verdadera libertad cívico-política de elegir y ser electo.

 

Ciudad de Guatemala, 11 de marzo de 2017.

Eduardo Mayora Alvarado.

Doctor en Derecho. Abogado y profesor universitario.

Blog: Eduardomayora.com

 

Publicado enEstadoPolíticaSociedad

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