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La verdadera reforma

              El modelo o idea de Estado que fluye de la Constitución Política de 1985 se ha agotado. Día a día asistimos a su pausada agonía, que se prolonga porque es un modelo que generó ganadores y perdedores.  No hay constitución en el mundo que sea totalmente “neutra” en este sentido, pero hay unas que establecen un marco jurídico e institucional más equilibrado.

            Creo que es importante señalar que no fue siempre intencional, por parte de los dirigentes políticos de aquel entonces, que surgieran tantos ganadores y tantos perdedores al cabo de los años.  Es más, en algunos casos era imposible prever cómo, después de que la rueda diera tantas vueltas, ciertos grupos llegarían a acumular tantas ventajas sobre otros. Esto se debe, en parte, a que no era posible predecir exactamente quiénes aprovecharían la organización de un Poder Judicial tan débil y quiénes la conformación de una universidad estatal tan fuerte.  En cambio, era fácil adivinar que, con la huelga permitida en el sector público, los sindicatos de trabajadores del Estado llegarían a tener un poder muy significativo.

            Como la visión del ser humano que impregna nuestra Constitución es la de un desvalido que necesita del Estado, por ejemplo, para definir qué deba enseñarse en la escuela a sus hijos, para definir cómo y cuánto deba ahorrarse para los riesgos de la vida o qué tipo de seguro sea obligatorio adquirir, para gestionar la cultura y el deporte, la educación universitaria, etcétera, pues han surgido cientos de políticas públicas convertidas en programas asistenciales o sociales que, en su mayor parte, han fracasado.  Excepto, quizás, para afianzar esa visión de desvalido que quedó plasmada en la Ley Fundamental.

            El agotamiento del modelo se manifiesta de muchas maneras pero, el surgimiento de esa “administración pública paralela” de asesores, interventores, comisionados y “directores de fideicomisos”; el hecho de que el Congreso haya venido a encarnar en el discurso público casi todos los contravalores cívicos; y el océano de impunidad sobre el que navega el Organismo Judicial, lo dejan a uno mudo.

            ¿Qué hacer? Bueno, la solución fácil sería un milagro.  La difícil consiste en una reforma integral que establezca, como he opinado en alguna ocasión anterior, un sistema más próximo al parlamentario que al presidencial y, más importante todavía, una visión del ser humano ¡libre! capaz de fraguar su propio destino. Capaz de decidir qué le conviene más a ella o a él mismo y a sus hijos, con la noción de que los bienes y las ideas se crean o se conciben por “alguien”, no por el Estado.  Se crean o se conciben por alguien que tiene la ambición de triunfar.

            El sistema parlamentario sí es compatible con nuestro régimen electoral de representación proporcional de las minorías que, para un país tan diverso, me parece más adecuado.  El sistema presidencial no encaja bien con dicho régimen.  La idea de un ser humano libre y capaz de ser su propio sustento se encarna por el guatemalteco que yo conozco, y no  por ese desvalido pintado por la Constitución.

Eduardo Mayora Alvarado. 

Publicado enArtículos de PrensaPolítica

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