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El debate sobre la CICIG

 

            He sostenido con anterioridad que el proyecto de la CICIG tuvo, desde un inicio, motivaciones ideológicas importantes.  No solamente ese tipo de motivaciones, pero sí fueron muy importantes.  También creo que cuando hace más de una década comenzó a fraguarse la idea de una comisión internacional, se tenía en mente un “enemigo” muy diferente, a saber: los grupos de matones a sueldo que perseguían o amedrentaban a activistas de diversos movimientos “populares”, entre los cuales los había pacíficos y también violentos.  Hoy en día el “enemigo” ha cambiado y, dependiendo a quién se le pregunte, así será la respuesta.

            En efecto, algunos ven a la CICIG como un instrumento que pudiera ayudar a perseguir a organizaciones criminales que establecen “alianzas estratégicas” con políticos, en busca de una combinación de impunidad y dinero fácil; otros la ven como la única opción para perseguir las “alianzas estratégicas” entre organizaciones criminales y altos oficiales del Ejército (de alta o de baja); y todavía otros la entienden como la única institución capaz de enfrentar una especie de red “cancerosa” que, combinando empresarios corruptos con organizaciones criminales y políticos y funcionarios igualmente corruptos, han convertido los presupuestos públicos en una notable colección de piñatas llenas de dinero y de poder.

            Creo que el “enemigo” no tiene exactamente la fisonomía que se le pinta, sino que es todavía peor.  Porque el “enemigo” abarca una gama de delincuentes que operan en la impunidad casi total, que va desde mafias organizadas hasta los “brokers” de contratos con el Estado o sus entidades, pasando por mareros y extorsionistas, evasores fiscales y contrabandistas y altos funcionarios que han llegado a creer que, mientras estén en el poder, de los bienes y derechos del Estado, ellos son los dueños. En otras palabras, el “enemigo” es un “monstruo de mil cabezas” y, depende de cuál sea la situación económica y social de cada ciudadano o de cada organización, su pesadilla y su cuco es una cabeza u otra del monstruo.

            Ahora bien, para los defensores del proyecto de la CICIG es imposible desconocer el hecho, tan notorio como lamentable de que, al cabo de un segundo período presidencial con el acompañamiento de dicha comisión, el principal problema institucional del país es, precisamente, la impunidad. ¿Por qué la defienden, entonces, con tanto ahínco?

 

Yo creo que son tres las razones principales: primero, porque temen que, en ausencia de la CICIG, ellos o sus organizaciones correrían más peligro de ser afectados por la arbitrariedad y la violencia que imperan en el país; segundo, porque la CICIG se identifica con su ideología; y tercero, porque es verdad que, sin la CICIG, habría todavía más impunidad.

 

Por consiguiente, es necesario, creo yo, que los defensores de la CICIG planteen de qué modo, esta vez, la prórroga del mandato “haría la diferencia”.  Como he sostenido en otras ocasiones, eso solamente ocurriría si dentro de ese mandato se incluyera explícitamente, o se entendiera implícitamente incluida, la atribución de apoyar la reforma del sistema de justicia desde un punto de vista técnico y de facilitador del proceso. De otro modo, ¿qué haría la diferencia?

Publicado enArtículos de PrensaPolítica

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