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¿Un año más?

             El año que acaba de comenzar pudiera ser, eso, un año más.  Eso significaría, entre otras cosas, que los guatemaltecos continuemos desperdiciando tiempo y recursos, buscando las causas de muchos de nuestros problemas en donde no están.

                Me refiero, por ejemplo, a la idea de que la criminalidad impune que persiste se debe a las condiciones de pobreza en que vive una parte demasiado importante de los guatemaltecos.  Es esa creencia mitológica, quiero decir, que carece de fundamento racional, en que si los contribuyentes pagaran más impuestos y con esos impuestos el Gobierno diera más educación, salud, cultura, deporte y vivienda, entonces la criminalidad y la violencia se reducirían.

                Sin embargo, si mañana milagrosamente se duplicara el ingreso tributario del Estado de cincuenta a cien millardos de quetzales y, para ser optimistas, la mitad de eso se gastara en salud, educación y vivienda a favor de diez de los quince millones de guatemaltecos, la diferencia sería de apenas dos mil quinientos quetzales por año por persona.  Obviamente, esta no es la solución.

                La criminalidad impune, que va desde la corrupción de algunos funcionarios públicos hasta el narcotráfico, pasando por las extorsiones y los rateros de teléfonos móviles, no es una causa de la pobreza sino es la consecuencia de unas instituciones públicas disfuncionales.  Y, paradójicamente, son disfuncionales porque absorben demasiados recursos en tratar de promover benefactores sociales, como el deporte, la cultura, la vivienda o la educación superior en lugar de resolver, primero, lo fundamental: hacer valer las leyes del Estado con razonabilidad y certeza.

                Ya sé que la gente “no come leyes” y que para vivir se necesita un techo y cosas de esas.  Pero el punto es que, para tener ingresos para comer, educarse, tener vivienda, etcétera, es un presupuesto indispensable contar con la función fundamental del Estado: cumplir y hacer cumplir su constitución y sus leyes.

                Cuando el Estado tiene un razonable éxito en impedir que los estafadores defrauden a las personas honestas, que los violentos agredan a las personas pacíficas, que los corruptos lucren de los caudales públicos, que los extorsionistas usurpen las propiedades y derechos de víctimas indefensas, las probabilidades de que se generen inversiones productivas y, como fruto de éstas, una sociedad próspera, aumentan.

                Eso no quiere decir que el Estado pueda desentenderse del desvalido, como tampoco cualquier buen ciudadano.  Ningún proceso productivo, dentro del marco de una economía productiva, se malogra o distorsiona si las instituciones estatales articulan mecanismos para socorrer al desvalido.  Pero entre eso y subvencionar a la clase media sus estudios de ingeniería, abogacía, medicina o lo que fuera, por ejemplo, hay una distancia inmensa.

                Este año, pues, puede ser uno más.  Uno durante el cual el Estado regale fertilizantes, carreras universitarias, polideportivos, pactos colectivos leoninos y todo lo demás, o bien uno en que las instituciones se reformen y el Estado, haciendo valer Ley, proteja a las personas y bienes de sus ciudadanos. Sobre todo, de los más débiles.

Publicado enArtículos de PrensaSociedad

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