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Sindicalismo y servicio civil

              La huelga surge para plantearle al patrono una disyuntiva que, por así decirlo, lo obligue a jugar las cartas que, verdaderamente, tiene en mano.  En efecto, la idea detrás de la huelga es que, dada una realidad económica en la que nunca se alcanza el pleno empleo, las probabilidades de que un patrono pueda remplazar a uno, cuatro o a unos cuantos de sus trabajadores, sin tener que mejorar los salarios y condiciones de los nuevos que contrate, son, en general, relativamente altas.  Pero si una porción significativa de los empleados decidieran ir a la huelga, las probabilidades de que el empleador pueda reemplazarlos, a un coste igual o menor, debieran ser menores y, por tanto, los incentivos para que el patrono se siente a negociar con sus trabajadores, están ahí.

            En ese esquema original de la huelga el patrono no tiene impedimento para despedir a los huelguistas.  Si lo hiciera y no pudiera contratar remplazos a un coste igual o menor y con las mismas competencias, se dañaría a sí mismo.  Por supuesto, los trabajadores de la empresa que deciden ir a una huelga también se corren el riesgo de que sí haya remplazos disponibles, con lo cual no solamente no lograrían que el empleador se siente a negociar mejores términos sino que perderían sus empleos. 

            Como puede apreciarse, la idea básica detrás de la huelga radica en que cada una de las partes, la patronal y la laboral, se vean obligados a calcular con mucha precisión hasta qué punto el uno se niega a conceder condiciones que en el mercado de trabajo han sido igualadas o superadas, o hasta qué punto los otros exigen condiciones que no reflejan las condiciones que predominan en dicho mercado.   Por supuesto, todo ello suponiendo que existe suficiente información disponible y que ninguna de las partes –sindicato o empleador—ejerce coacción sobre los trabajadores individualmente considerados. 

             Ahora, preguntémonos: ¿tiene algún sentido que esta temática se aplique también a los funcionarios y empleados públicos que prestan sus servicios para el Estado? La idea original fue que no; que dados los fines del Estado a nadie le interesa que sus funcionarios y empleados sean mal remunerados, como tampoco privilegiados con condiciones por encima de las que correspondan al tipo de tareas que desempeñen y el nivel de sus competencias.  ¿Qué ganan los ciudadanos empleando policías mal pagados o atrayendo a las escuelas públicas a maestros incompetentes, por ejemplo?

            Fue así que surgió la idea de un régimen de servicio civil en el que se determinara con la objetividad posible qué niveles de competencias se desea atraer a dicho servicio y, por medio de sistemas de competencia transparentes,  a quiénes debe contratarse y qué condiciones de remuneración y prestaciones tienen que ofrecerse.  ¿Qué sentido tiene, entonces, el actual sistema en el que los políticos y los líderes sindicales intercambian votos a cambio de privilegios laborales? ¿No somos los ciudadanos, a quienes supuestamente se deben tanto los políticos como los servidores públicos, los que salimos perdiendo en cada jugada?

 

Eduardo Mayora Alvarado

Publicado enArtículos de PrensaPolíticaSociedad

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